¿QUÉ TENDRÁ EL AGUA…?

Que se lo pregunten a esos huidizos cazadores paleolíticos del Pinar de Tarruella que acechaban sus presas en las aguas blandas de la Laguna, o a sus compañeros de La Corona que merodeaban insistentemente los hondos de la Vereda

¡Vaya primavera de lluvia que llevamos! Según los meteorólogos no se registraba tal cantidad de precipitaciones desde hacía treinta años. Da gusto ver el río comportarse como tal y las ramblas desparramándose por comunes secarrales. Las lomas no paran de escurrir, resucitando fuentecillas olvidadas. Por todos los lados, los torrentes se salen de madre y recuperan sus antiguos dominios en las honduras. Bulilla, El Arrahal, la Lagunilla, la Virgen, las Chozas, el Campo, Casa de Lara, todas la partidas bajas de Villena rezuman agua sin parar. Ante tanto charco y tanto cieno en los azarbes, uno no puede dejar de pensar en cómo estaremos de mosquitos y olores este verano. Porque sí, en el fondo queremos agua, pero no tanta ni tan estancada. Como dice el proverbio: “Agua corriente no mata la gente”. Sin embargo, estas preocupaciones no eran tales en el seso prehistórico. Resulta muy llamativo que justamente en esas tierras inundables encontremos los testimonios de los pobladores más antiguos de Villena. Se ve que a ellos les daba igual el agua limpia o turbia. Siempre andaban buscando su vera. Y si no que se lo pregunten a esos huidizos cazadores paleolíticos del Pinar de Tarruella que acechaban sus presas en las aguas blandas de la Laguna, o a sus compañeros de La Corona que merodeaban insistentemente los hondos de la Vereda. ¿Y qué decir de los agricultores cardiales de la Casa de Lara? ¡Menudo paraje eligieron para sus cultivos! Todos estos sitios eran puros cenagales. Ni por asomo se asemejaban al bucólico Jardín del Edén que Gordon Childe evocaba como cuna de la civilización productora. La agricultura en nuestras tierras nació hace más de siete mil años ahí: entre charcas fétidas y juncares impenetrables. Esas generaciones se forjaron en el arte del campo a pesar de garrapatas, moscardas y toda suerte de parásitos. En las orillas de los marjales plantaron sus tiendas y construyeron sus chamizos y corrales. No les faltaba madera para sus hogariles porque álamos, chopos y tarayes los había por doquier. Tampoco barro para fabricar sus cacharros de cocina. Lo más fastidioso era conseguir un “quite” de tierra donde sembrar sus trigos y panizos, ya que para ello tenían antes que prenderle fuego a los carrizales, cavar con sus azuelas de piedra la marga apretada, para acto seguido, plantar y cosechar rápido, antes de que la broza les ganase la partida. Y luego, hacia otro rodal. Y así iban configurando un rosario de calveros aquí y allá en medio de la maleza y el bosque. Eso se llama agricultura de rozas, propia de grupos reducidos y primitivos. Aquella agricultura itinerante daba para lo que daba. Así que para sobrevivir recurrían también al pastoreo. Las omnipresentes sosas, salicornias y barrillas servían para engordar sus cabras y borregas lecheras. Esa vida precaria necesitaba además el aporte de la caza. Patos, garzas, flamencos, cigüeñas y todo tipo de volatería se atisbaba en cualquier rebalso. ¡qué lejos queda ahora todo eso! Solo la reconquista que ejerce el humedal de vez en cuando y alguna despistada palmípeda nos los evoca cada cierto tiempo.

Josep Menargues
Técnico del Servicio de Arqueología

Fotografías:
Josep Menargues